"Todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre."
Juan Gelman.

miércoles, 29 de abril de 2015

Yerma

Quiero escribir, pero no puedo.
Quiero comer, pero no puedo.
Quiero dormir, pero no puedo.

Mi cuerpo se ha convertido en una mina antipersona. Me ataca donde más me duele.

Lo único que acierto a hacer de manera adecuada es fumar.

Tengo los pulmones llenos de humo. La boca llena de humo. El cerebro lleno de humo.

Y con tanto humo no acierto a verme ni los dedos de los pies. Me siento como esas mujeres embarazadas cuya vista no abarca más allá de su barriga, con la diferencia de que no podría sostener un vaso sobre ella. La delgadez nunca fue tan dolorosa. Estoy plana, yerma, absolutamente vacía.

Es curiosa la sensación de vacío. Como cuando por tus oídos pasa una corriente de aire que solo notas porque el mundo de ahí afuera se ralentiza. Ni frío ni calor. Solo una corriente de aire aislándote del mundanal ruido. Silencio.

Silencio.

Silencio.

Y cuando el ruido vuelve nada es lo que era.

Así yo. Vuelvo a ratos y nada es lo que era.

Tengo moscas en el cerebro, moscas picoteando los recuerdos, moscas alimentándose de recuerdos hasta dejarme seca.

El abandono es otra forma de delgadez, me digo. De esa delgadez fea e insana que te deja sola a un lado de la carretera.

He abandonado mi cuerpo a la desidia. Quizá por eso no acierto a escribir ni a comer ni a dormir. Quizá por eso no acierto a nada. Quizá por eso mi grisácea delgadez a pesar de los kilos de más.
Quizá por eso busco algo que me rellene, pero la primavera es muy suya, y te deja el polen y las abejas y las alergias y se lleva todo lo demás.

Tendré que esconderme en ese silencio lleno de ruido hasta que mis moscas estén satisfechas. No me apetece hacer nada más.

"Señor, abre tu rosal sobre mi carne marchita", que se dolía Yerma.










jueves, 9 de abril de 2015

Nanocorazones




Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. 
Tic.

Tac.

Tac. Tac. Tac.

Tengo un reloj de arena en la cabeza. El último grano quedó atrapado en ese lugar intermedio, el cuello por el que nuestra vida pasa a la hora siguiente; por eso mi último segundo siempre es el mismo. 

Tac. Tac. Tac. 

Un pájaro que golpea el cristal con su pico hecho de ruinas. Una nube que se detiene sobre la cabeza. Una pluma suspendida en un rayo de luz. Todo eso cabe en un segundo.

Tac.

Mi reloj se paró el día en que se me secó la boca. La falta de humedad me dejó agrietada en el sitio, los pies clavados sobre un tornillo de punta ancha, como los muñecos que regalan en las casetas de tiro. 

Nadie te avisa nunca. Nadie te dice: "Cuidado. Se te secará la boca y te crecerán raíces quebradizas de puro seco." Nadie te dice nunca nada. Y entonces es tarde para guardar tu saliva en un frasco, "para cuando haga falta".  Y tu último segundo se estanca en el cuello de un reloj de arena. Y tú te quedas clavada, esperando que la saliva vuelva a manar desde cualquier lugar.

Tac.

Si estás tan quieta, el corazón apenas bombea, su latido es un susurro, apenas un rasguño. Por eso pensé que no habría escopeta capaz de acertarme el corazón, tan pequeño era ahora. 

Mi último segundo. Mi nanocorazón.

Algunas mañanas movía los dedos de los pies, despacio, para que el aire pasara entre ellos. El esfuerzo era mínimo, tenía miedo de ahogarme en mí misma. Pero tenía que hacerlo, porque mi último segundo, que siempre es igual, me obligaba a adornarlo como si fuera un carro de feria.

Tac.

Mi nanocorazón desplegaba las alas, gigantes y plateadas, y se me abrían los ojos y podía ver más allá, como un grumete en el barco, agarrado a su catalejo. 

Y había mares, y montañas de algodón de azúcar, y sirenas, y todos los sueños que construí antes de cumplir los quince. También había un pequeño apartamento en una estrella, y allí estaba Fénix, el del Equipo A, que venía a buscarme en una enorme moto negra. 

Y de repente, el cuello de mi reloj parecía empequeñecer de nuevo, tal era la intensidad de mis decorados. 

Tac.

Y yo seguía allí, parada sobre mis pies, con mi nanocorazón susurrándome en el pecho, como si me cantara una canción de amor.

Las mejores canciones de amor las cantan los nanocorazones, porque lo hacen bajito, al oído, y acarician cuando suenan.

Lástima que ahí fuera no llegue el sonido de su voz. Quizá la saliva volviera a mi boca y mi último segundo se convirtiera en la hora siguiente. 

Tic. 






viernes, 3 de abril de 2015

Baila como un lazo en un ventilador

He dormido más de lo estrictamente necesario.

Dormir se ha convertido en mi último acto de rebeldía. Yo, que en algún momento me gané el sobrenombre de "búho"  por mis ojos siempre abiertos, ahora duermo como un bebé. Me he rebelado contra mis propias incertidumbres.

Los días son más largos, la luz más intensa, las cosas se hacen más nítidas. Me siento bastante ligera, como si la pesadez de los últimos días se hubiera ido por el desagüe. Supongo que, a pesar de mi gusto por el invierno, me sienta bien un poco de calidez.

Mi abuelo está en la casa. Llegó hace un par de días, con su silla de ruedas, su manta en las piernas, su boina y sus guantes. Pregunta la hora a cada rato, para comprobar que el reloj que lleva en la muñeca sigue funcionando. Es curioso cómo le importa el tiempo, como si sus días fueran algo más que estar confinado en esa silla de ruedas en la que vive desde hace muchos años. De la silla a la cama, de la cama a la silla, y así a cada rato. Su cabeza tampoco es la que era. Se pierde en una maraña de nombres, parentescos y recuerdos.

La última vez que estuvo aquí se paseó por toda la casa con una foto de su madre sobre el regazo. Le iba enseñando las habitaciones. Aquí es donde duermo, este es el salón, aquí duerme mi hija, esta es la cocina, eso el patio, este es el gatito que se tumba sobre mis piernas. Iba contento, como un niño que les enseña a sus padres la nueva escuela. La vejez es un pozo lleno de niñez, pienso, un montón de experiencias revueltas, como el foso de arena del patio de todos los colegios.

¡Cuánta niñez junta es llegar a viejo!

Llevo bastante mal que mi abuelo no recuerde quién soy, para qué voy a mentir. Antes tenía que salir de la habitación, porque me podían las ganas de llorar. Mi abuelo, que seguía teniendo bien claro cómo se llevaron a su hermano para fusilarlo, o cómo lloraba su madre pidiéndole que no se fuera, o a su otro hermano y la cárcel, me preguntaba quién era yo, si estaba casada, si tenía hijos... Y yo, que a veces sufro de nudos en el pecho y garganta cerrada, salía para que no me viera llorar, para no añadir más inquietud a los vacíos de su cabeza. Y no añadir más desasosiego a la mía. Pero qué felicidad  sus momentos de lucidez, cuando te llama por tu nombre y te pregunta dónde está tu madre. Es como volver a tener siete años y correr por la nave de la antigua casa, rodeada de perros y con la risa de tu hermana y tu prima al fondo.

Hoy decido que mi abuelo es lo que es, lo que fue y lo que le queda por vivir. Tiene noventa y dos años, las piernas muertas, la cabeza en espiral, pero está aquí y respira y te coge la mano y demanda besos sonoros, como los de todos los abuelos.

Mi abuelo es un mapa de venas gruesas y azules, una delgadez blancuzca y reconocible, una voz que se rasga cuando canta y olvida la letra de las canciones, las que tantas veces cantó sin dejarse ni una coma.

Mi abuelo fue el alma de muchas fiestas, y quiero que siga siendo el alma de la mía.

Ese hombre que equivocaba direcciones en la carretera; que nos llevaba a la escuela en un coche rojo; que nos subía a la ermita a corretear desnudas; que nos decía eso de "cuidado con los coches que tienen ruedas", refiriéndose a los chicos; que llamaba a mi abuela "la reina de mi castillo" y que murió un poco cuando ella se fue, pero que sigue aquí en piel y hueso; ese hombre que te agota de puro estar vivo, sigue bailando a su manera.

"Como un lazo en un ventilador", que dice la canción.

Habrá que seguir bailando, hasta que a su ventilador se le quiebren las aspas.

Por cierto, son las 14.58, abuelo. Tu reloj sigue funcionando.











miércoles, 1 de abril de 2015

Tin Angel


Joni Mitchell se hace mayor. Es curioso, es lo primero que he pensado al leer la noticia sobre su ingreso. 
Es  normal, ¿no? Los días pasan, a veces a una velocidad considerable; pasan los días, y maduramos, y luego nos vamos haciendo mayores, y después nos hacemos viejos. Y Joni no se hace vieja, sino mayor. También soy de esas que opinan que la vejez es solo un estado del alma, pero a menudo el cuerpo toma sus propias decisiones. 

Tienes setenta y un años, y, de repente, hay cosas que fallan. Entonces alguien te encuentra inconsciente en tu casa. 

He leído la noticia en varios periódicos. Lo habitual en esto de Internet es encontrar un copia/pega repetido hasta la saciedad en multitud de páginas. Pero he llegado a El Comercio y desarrollaban algo más eso de que estaba en cuidados intensivos, aunque consciente y de buen humor -cómo no adorar a esta mujer-. Parece ser que lleva varios años con una enfermedad en la piel que la mantiene alejada de la música. Afinando un poco más, dicen que es algo psicosomático, el "síndrome de Morgellons".

Es curioso cómo funcionan las casualidades. Si ayer hubiese leído esto, mi primera reacción hubiera sido buscar qué es ese maldito síndrome, pero parece ser que las horas nocturnas que le dedico últimamente a la tele, a veces dan su fruto. Ayer vi Mentes Criminales -sí, vale, Shemar me vuelve loca, para qué negarlo-, y el asesino en cuestión creía tener cucarachas bajo la piel. Acudía a un grupo de ayuda, no para alcohólicos ni drogadictos ni maltratadores ni víctimas de malos tratos ni adictos a tomar detergente en escamas, no. Un grupo de ayuda para gente aquejada de "Morgellons". Gente con picores extraños, gente convencida de tener algún virus ilocalizable, gente que se rasga la piel, se rasca, se corta, buscando lo que produce sus picores. Los agentes, esos que analizan las conductas de los sujetos, lo llamaban también delirios parasitarios. 
 
Y me imagino a Joni rascándose sin parar, haciéndose cortes, analizando su propia sangre, y pienso en lo expuestos que estamos. No solo a las minas, la Yihad, los pilotos suicidas, los fenómenos metereológicos o las nuevas dictaduras, sino a nosotros mismos.

Me viene a la cabeza eso de "there's a sorrow in his eyes like the angel made of tin. What will happen if I try to place another heart in him..." y veo a Joni cantando con su voz suave, una mujer rubia con guitarra que maneja corazones con las manos, que arregla pechos vacíos y habla de castillos en el sol.

Era la mujer rubia de ayer la que se hacia cortes y recogía su sangre en un portaobjetos para colocarla en un microscopio, no Joni. Ella no. 

Ella está en su habitación de hospital, consciente y de buen humor, y quizá le canta el estribillo de Tin Angel a algunos de sus afotunados visitantes, mientras la primavera sigue pasando ahí fuera y algunos que se hacen viejos caen en las aceras, muertos por su propia indiferencia. 

Quizá porque nadie les puso nunca un corazón en el pecho.