"Todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre."
Juan Gelman.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Resurrección

Dejar que sean las pastillas las que te ayuden a dormir tiene su cosa buena: un descanso sin sueños ni pesadillas ni sobresaltos ni lágrimas ni amaneceres de ojos vidriosos con un cigarrillo entre los labios. Es como darle al botón de off y dejar que todo lo que te trastorna se quede fuera por unas horas. 
Pero entonces te despiertas, siete, ocho horas después, y la lengua tiene un regusto químico; la cabeza se llena de vacíos; el cuerpo camina lento, como si a tus piernas les hubiera crecido una bola de hierro imposible de mover, a pesar de la Fe de su símbolo.
Ay, la Fe. Así, en mayúsculas. No sé en cuál de mis tropiezos acabó perdida. Yo, que siempre tuve tendencia a soñar por encima de mis posibilidades, enterré mi fe bajo una tonelada de barro. La empañé hasta convertirla en un ser oscuro. La maté. Y aún no he tenido tiempo de echarla de menos.
Convertí todas mis esperanzas en miedos cubiertos de pinchos; cuchillos que entraron por mis ojos, mi boca, mi esternón, mi ombligo, mi coño, mis corvas, mis pantorrillas, mis tobillos, mis talones. Cuchillos que hicieron sangre hasta dejarme seca por dentro.
Acabé tirada en el suelo y sin posibilidad de rescate.
Algunos días sale el sol y creo atisbar un rayo de luz que me corresponde, una luz que lleva mi nombre y cambiará mis colores, como esa luz de la tarde que tiñe los edificios de naranja. Pero entonces la luz va bajando, y los edificios se cubren de sombra, y olvido dónde dejé esa claridad y soy como las ratas que merodean en busca de algo que llevarse a la boca. Al final siempre encuentro las migajas .
Nunca son suficiente, pero soy capaz de alimentarme de ellas esperando algo mejor, esperando siempre algo mejor, esperando. 
Me digo que la oscuridad no dura para siempre.
Otros días creo recuperar algo de lo que fui en el pasado. La sonrisa espontánea, las ganas de lamer la vida, los helados de piel, las manos sudorosas y felices, el rojo de la boca, la saliva y los orgasmos, las letras, algo de sensatez y toda la curiosidad de la alguna vez hice gala. Y de nuevo estoy en un tiempo que no es el mío, en una vida que no me corresponde, en un prospecto médico que me advierte de los riesgos de seguir avanzando. Y yo, que nunca fui fuerte y tampoco me quise demasiado, freno en seco y vuelvo a caer en mitad de la nada, que a veces es verde y está llena de ortigas.
Lo único que me consuela es comprobar que cada vez me levanto con más fuerza, aunque toda la tristeza y la desconfianza y esa voz de mi cabeza que dice que no sirvo para nada, se empeñen en hacer avisperos sobre mis hombros. 
No importa cuántos picotazos reciba, ni las veces que tenga que vacunarme, ni ese zumbido que probablemente me deje sorda. 
No importa. 
Seguiré levantándome.
Aun plagada de agujeros negros.
Seguiré.
Siento que el mundo sigue girando, como en mi brazo, y en alguno de sus quiebros, quizá en la próxima vuelta, encuentre el nicho en el que enterré mi Fe nada cristiana después de darle muerte. Espero ser capaz de quitarle todo ese polvo negro y recuperarla de entre los muertos. Si ese señor con barba fue capaz, ¿por qué no yo?
Juro que voy a intentarlo, aunque no me acompañe la fuerza del padre. 
Levántate y anda.

viernes, 23 de octubre de 2015

Voyage voyage


Estoy preparando la maleta. Se me hace raro, soy mujer de mochila. Estoy acostumbrada a cargar mi espalda, así en general, y, siendo sincera, lo de tirar de un pequeño carrito con ruedas me sobrepasa (tengo tendencia a encontrar todas las piedras del camino). Pero ahora vuelvo por unos días a Madrid -demasiados, si me paro a pensarlo-, a cumplir con alguna que otra obligación; y después me suelto la coleta y me piro a Nueva York.
Hostia, me digo, Nueva York, quién me lo iba a decir a mí hace solo un par de meses. 
Pero yo, que soy muy de liarme la manta a la cabeza, aquí estoy: llenando una maleta de tamaño medio y un poco histérica porque no sé cómo mierda se hace esto. Me doy cuenta de lo curioso de mi orden. Vamos, que no tiene ni pies ni cabeza. Como yo, supongo. ¿Dónde pongo los jerseys, arriba o abajo? ¿Cuántos vaqueros meto? Mierda, no tengo chaquetas para la lluvia. ¿Este calzado será lo suficientemente cómodo? Y bragas, muchas bragas, esas no, están demasiado viejas. Tienes que tirar esos calcetines. ¿Tengo que meter un paraguas? ¿Tacones? ¿Qué vamos a hacer allí? Tú eres demasiado calurosa, no necesitas eso, parece una manta zamorana. ¿Pero y si me mojo y me baja la temperatura corporal? ¿Y si caigo enferma y toda la semana se va al carajo? Sí, mete cosas de abrigo. ¿Dónde mierda he puesto las bufandas? ¿Y esto de quién coño es? Mío no. Sigo buscando las bufandas. Y un jersey que no aparece por ningún lado. Y las botas negras de invierno. Y no encuentro una maldita mierda. Mierda, mierda, mierda. Se me llena la boca de mierda, casi tengo ganas de limpiármela con jabón. Estoy demasiado nerviosa. Así que cojo un libro de Stephen King y me pongo a leer un rato. Es el único modo de estar tranquila y sentada en la misma posición más de cinco minutos seguidos: con un libro entre manos. Mi piedra Rosetta. 
Después de un rato respiro con normalidad y soy consciente de varias cosas. La primera es que, a pesar del tiempo que llevo viviendo en el pueblo, aún tengo la vida repartida. Y que casi todas esas cosas que no encuentro están en mi casa, la de verdad, la que tengo en Madrid con mis discos y mis libros y mis historias y las manchas de mi pared y el calentador roto y la cama grande y el cajón de los pañuelos y mi pequeño E.T. y el cuervo de Poe (grandes amigos que me hacen grandes regalos) y Sarah Kane y las últimas lágrimas que puse a secar en la almohada. La segunda que pienso es que quizá va siendo hora de volver; pero sigo intentando deshacer un nudo, que por lo jodido debe ser marinero. La tercera es que Madrid me asusta demasiado, pero que he dejado demasiado amor aparcado allí y de algún modo he de recuperarlo. Y aquí paro de pensar.
Porque vuelvo mañana, y tengo que terminar esta maldita maleta, y si ni siquiera sé qué meter primero o si lo mejor es volver con una maleta vacía y esperar a ver con qué la lleno. Algo nuevo, espero.

lunes, 29 de junio de 2015

La sequía


Hace tanto calor que llevo horas paseándome desnuda por la casa. Aún así parece que llevara una segunda piel adherida a la mía, una capa de sudor y angustia que me convierte en una anguila enfadada y resbaladiza.

No importa las veces que me dé una ducha fría, ni poner el aire acondicionado a tope o abrir puertas y ventanas para que la corriente siga su curso. El calor se me mete dentro como un parásito y me ahoga lentamente.

Estoy aquí, sola y mojada, y me siento como pez fuera del agua.

El calor también me recuerda tu ausencia.

Nunca me ha gustado el calor.
Excepto contigo.

Dormir pegada a tu sudor compensaba la densidad dulzona del mío, lo elevaba a la categoría de aceite balsámico. Tu sudor y el mío como un ungüento mágico que nos mantenía unidos más allá de cualquier duda, como un pegamento uniendo roturas.

Tu brazo cruzando mi cuerpo, tu  mano de agua agarrada a mi pecho, tu boca caliente y húmeda soplando mi nuca. Y mi cuerpo y mi pecho y mi nuca recibiéndote como a un océano azul y poderoso, llenándose de tu agua como una bañera de porcelana blanca.

Después de ti, el calor fue simplemente calor. Duro, pegajoso, persistente. Un enemigo polvoriento que me hacía toserte lejos en cada dolor de mi anatomía.

Perderte fue la peor sequía de toda mi vida.

Por eso ahora paseo desnuda y me doy duchas de agua fría y busco tu calor con mi mano húmeda escondida entre las piernas.

Pero esta humedad ya no sabe a ti.

Y el océano nunca me pareció tan lejano.











martes, 16 de junio de 2015

miércoles, 13 de mayo de 2015

Ave Fénix

Hace un tiempo colaboraba en Enri Magazine, el magazine de la Tía Enriqueta Comunicación (aprovecho para que os paséis por allí, si aún no la habéis hecho). En algún momento, y sin saber por qué, dejé de escribir. Así, de repente, y sin avisar, como muchas de las cosas que hago cuando mi cerebro se desordena. Lo siento, Patri.

No me justifico, soy culpable de varias desapariciones ocurridas sin orden ni concierto.

Nunca reconozco los síntomas que me avisan de un pronto cortocircuito, será que a pesar de todo la positividad me puede. Así soy yo. No sé si tendrá con ver con mi geminiano horóscopo o con cierta debilidad de carácter, pero fluctúo entre diferentes estados de ánimo en lapsos relativamente cortos de tiempo. ¿Ciclotimia? No. Repito, eso es ser yo. Así soy yo. Desordenada, desconcertante, desubicada. Sí, también desubicada, si es que eso es una manera de ser. Pero también positiva, sí, ahora lo sé.

Estos días camino entre florecillas, respiro aire puro, salgo a compar al mercadillo, visito a mis amigos, juego con sus hijos, y devoro libros con auténtico ensañamiento. También cocino. Cocino mucho. Y bien, qué narices. Tengo una cocina enorme, una despensa llena, y tiempo de ese que se aprovecha. Tiempo del bueno. No sé cuánto me va a durar tan bucólico estado, pero mejor "arrimar el ascua a su sardina". Lo siento, esto lo he aprendido hoy y tenía que utilizarlo, me parece maravilloso.

El caso es que me pongo a leer las cosas que estoy escribiendo últimamente, y me sorprendo a mí misma. No sé si lo estoy haciendo mejor o peor, pero lo estoy haciendo. Escribo cosas, muchas,  que acumulo en mi ordenador nuevo, y pienso que de ahí va a salir algo positivo. Pienso que ahí está el cambio que necesito. Parezco un político, pero no. El cambio que necesito soy yo, y lo estoy intentando. Y no, no es una de esas cosas que una repite en voz alta para ver si así se las cree. Lo digo de verdad.

Lo estoy intentando.

Hoy me he puesto a leer las pocas cosas que escribí para Enri, y voy a compartiros una. Alguno quizá ya la haya leído, mira tú. Es un texto al que llamé Combustión Espontánea. Porque a veces uno se siente arder por dentro, hasta consumirse. Hoy, al volver a leerlo, me he sentido bien. De algún modo me he sentido bien.

Porque lo estoy intentando. Lo estoy haciendo bien. Y las cosas, muchas cosas de esas que me provocan cortocircuitos y me alejan de otras muchas cosas buenas, están dejando de doler. Y eso me gusta. Me gusta tanto que podría arder, pero de puro contento.

En fin, que os comparto mis combustiones, aunque solo sea por demostrarme a mí misma que de lo malo también podemos sacar cosas buenas.

(Creo que estoy aprendiendo a respirar.)



Combustión Espontánea

Me hubiera gustado decirte que te quedaras. En lugar de eso esperé a que la lavadora acabara de centrifugar, y tendí  tus calzoncillos rojos y negros dentro de casa.
Te miraba liar cigarrillos con furia rabiosa, enfadado con ese teléfono que no paraba de sonar. Le gritaste a alguien al otro lado de la línea, y tus calzoncillos gotearon sobre el suelo sucio de ceniza. Recogí el agua con la lengua y me arrastré hasta tus rodillas. Escalé tus muslos clavándote mis uñas sucias, y metí  tu polla en mi boca húmeda y triste. Sabías a detergente y ausencia.
Mi saliva  empapaba tu vello y yo me ahogaba despacio, despacio, guardándote en mi estómago para alimentarme cuando estuvieras lejos.
Agarraste mi cabeza con las manos y me besaste como quien no tiene un mañana, arrancándome el pelo, limpiándome la cara como una perra limpia a su cachorro. Me apretaste fuerte contra el pecho y escuché el adiós detrás de tus costillas. Tu barba dejó surcos a la deriva en mi cabeza.
Afuera llovía y yo pensé que cada vez que en Madrid llueve, yo también me lluevo un poco. No me atreví a llorar por miedo a que te apartaras, y ahogué el grito mordiéndote los pezones. “Fóllame fuerte” –te pedí. Y dejé que me rompieras las bragas y la carne y el coño y los últimos resquicios de vergüenza que aún conservaba.
El teléfono sonó de nuevo y me escapé a la ducha para borrar cualquier intención de suicidio de mis estúpidas lágrimas, que esperaban al borde de mis ojos  desesperadas por lanzarse al vacío.  Mi fracaso se estrelló contra el fondo de la bañera, mientras me quemaba la piel para tener  sobre mi cuerpo algo que doliera más que tú y la inminente desaparición de tus manos.
Escuché cómo estrellabas el teléfono contra la pared del salón, y viniste a mi lado para cubrirme de agua fría, calmándome las quemaduras, besando ese lunar que tanto odio y que tú no dejabas de tocar, diciendo: “aquí está mi paraíso”.
Me corrí  pensando en el sofá de tu casa, y tú te quedaste agarrado a mis caderas, besando, besando, despacio, como si también quisieras llevarte mi paraíso contigo.
¿Qué me quedará entonces?, me pregunté.
Me sacaste de la ducha y bailamos una cumbia agarrados, pecho con espalda, balanceando las caderas y los recuerdos, llenando el suelo de agua de mar, salada y revuelta como nosotros y nuestras circunstancias.
Quédate, quédate, quédate, repetía mi cabeza una y otra vez, pero mi boca solo se abrió para decirte que llegábamos tarde al teatro. Y que tu maleta seguía sin hacer. Y que no sabía qué ponerme. Y que yo tenía mucho retraso con mis escritos. Y que no sabía dónde había puesto tus llaves. Y que me dolía el pecho. Y que quería quedarme tu camiseta roja. Y que llegábamos tarde al teatro. Y…
Me callaste con un beso profundo de tabaco y cerveza, y dijiste: “Te echaré de menos”. Leí entonces en tus ojos que no te quedarías, ni por mí ni por nadie, y respondí: “Hoy no tengo ganas de comedia”.
Volví a la ducha a quemarme por completo, llevándote de la mano, y fuimos dos amantes reducidos por combustión espontánea a la implacable certeza de la imposible distancia. ¡Como si no hubiera aviones!, dijimos al unísono antes de reducirnos a polvo.
Sobre la mesa quedaron las entradas para un teatro cualquiera de Gran Vía y dos cigarrillos a medio fumar.
Como si eso fuera importante…





miércoles, 29 de abril de 2015

Yerma

Quiero escribir, pero no puedo.
Quiero comer, pero no puedo.
Quiero dormir, pero no puedo.

Mi cuerpo se ha convertido en una mina antipersona. Me ataca donde más me duele.

Lo único que acierto a hacer de manera adecuada es fumar.

Tengo los pulmones llenos de humo. La boca llena de humo. El cerebro lleno de humo.

Y con tanto humo no acierto a verme ni los dedos de los pies. Me siento como esas mujeres embarazadas cuya vista no abarca más allá de su barriga, con la diferencia de que no podría sostener un vaso sobre ella. La delgadez nunca fue tan dolorosa. Estoy plana, yerma, absolutamente vacía.

Es curiosa la sensación de vacío. Como cuando por tus oídos pasa una corriente de aire que solo notas porque el mundo de ahí afuera se ralentiza. Ni frío ni calor. Solo una corriente de aire aislándote del mundanal ruido. Silencio.

Silencio.

Silencio.

Y cuando el ruido vuelve nada es lo que era.

Así yo. Vuelvo a ratos y nada es lo que era.

Tengo moscas en el cerebro, moscas picoteando los recuerdos, moscas alimentándose de recuerdos hasta dejarme seca.

El abandono es otra forma de delgadez, me digo. De esa delgadez fea e insana que te deja sola a un lado de la carretera.

He abandonado mi cuerpo a la desidia. Quizá por eso no acierto a escribir ni a comer ni a dormir. Quizá por eso no acierto a nada. Quizá por eso mi grisácea delgadez a pesar de los kilos de más.
Quizá por eso busco algo que me rellene, pero la primavera es muy suya, y te deja el polen y las abejas y las alergias y se lleva todo lo demás.

Tendré que esconderme en ese silencio lleno de ruido hasta que mis moscas estén satisfechas. No me apetece hacer nada más.

"Señor, abre tu rosal sobre mi carne marchita", que se dolía Yerma.










jueves, 9 de abril de 2015

Nanocorazones




Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. 
Tic.

Tac.

Tac. Tac. Tac.

Tengo un reloj de arena en la cabeza. El último grano quedó atrapado en ese lugar intermedio, el cuello por el que nuestra vida pasa a la hora siguiente; por eso mi último segundo siempre es el mismo. 

Tac. Tac. Tac. 

Un pájaro que golpea el cristal con su pico hecho de ruinas. Una nube que se detiene sobre la cabeza. Una pluma suspendida en un rayo de luz. Todo eso cabe en un segundo.

Tac.

Mi reloj se paró el día en que se me secó la boca. La falta de humedad me dejó agrietada en el sitio, los pies clavados sobre un tornillo de punta ancha, como los muñecos que regalan en las casetas de tiro. 

Nadie te avisa nunca. Nadie te dice: "Cuidado. Se te secará la boca y te crecerán raíces quebradizas de puro seco." Nadie te dice nunca nada. Y entonces es tarde para guardar tu saliva en un frasco, "para cuando haga falta".  Y tu último segundo se estanca en el cuello de un reloj de arena. Y tú te quedas clavada, esperando que la saliva vuelva a manar desde cualquier lugar.

Tac.

Si estás tan quieta, el corazón apenas bombea, su latido es un susurro, apenas un rasguño. Por eso pensé que no habría escopeta capaz de acertarme el corazón, tan pequeño era ahora. 

Mi último segundo. Mi nanocorazón.

Algunas mañanas movía los dedos de los pies, despacio, para que el aire pasara entre ellos. El esfuerzo era mínimo, tenía miedo de ahogarme en mí misma. Pero tenía que hacerlo, porque mi último segundo, que siempre es igual, me obligaba a adornarlo como si fuera un carro de feria.

Tac.

Mi nanocorazón desplegaba las alas, gigantes y plateadas, y se me abrían los ojos y podía ver más allá, como un grumete en el barco, agarrado a su catalejo. 

Y había mares, y montañas de algodón de azúcar, y sirenas, y todos los sueños que construí antes de cumplir los quince. También había un pequeño apartamento en una estrella, y allí estaba Fénix, el del Equipo A, que venía a buscarme en una enorme moto negra. 

Y de repente, el cuello de mi reloj parecía empequeñecer de nuevo, tal era la intensidad de mis decorados. 

Tac.

Y yo seguía allí, parada sobre mis pies, con mi nanocorazón susurrándome en el pecho, como si me cantara una canción de amor.

Las mejores canciones de amor las cantan los nanocorazones, porque lo hacen bajito, al oído, y acarician cuando suenan.

Lástima que ahí fuera no llegue el sonido de su voz. Quizá la saliva volviera a mi boca y mi último segundo se convirtiera en la hora siguiente. 

Tic.