Dejar
que sean las pastillas las que te ayuden a dormir tiene su cosa
buena: un descanso sin sueños ni pesadillas ni sobresaltos ni
lágrimas ni amaneceres de ojos vidriosos con un cigarrillo entre los
labios. Es como darle al botón de off y dejar que todo lo que te
trastorna se quede fuera por unas horas.
Pero
entonces te despiertas, siete, ocho horas después, y la lengua tiene
un regusto químico; la cabeza se llena de vacíos; el cuerpo camina
lento, como si a tus piernas les hubiera crecido una bola de hierro
imposible de mover, a pesar de la Fe de su símbolo.
Ay,
la Fe. Así, en mayúsculas. No sé en cuál de mis tropiezos acabó
perdida. Yo, que siempre tuve tendencia a soñar por encima de mis
posibilidades, enterré mi fe bajo una tonelada de barro. La empañé
hasta convertirla en un ser oscuro. La maté. Y aún no he tenido
tiempo de echarla de menos.
Convertí
todas mis esperanzas en miedos cubiertos de pinchos; cuchillos que
entraron por mis ojos, mi boca, mi esternón, mi ombligo, mi coño,
mis corvas, mis pantorrillas, mis tobillos, mis talones. Cuchillos
que hicieron sangre hasta dejarme seca por dentro.
Acabé
tirada en el suelo y sin posibilidad de rescate.
Algunos
días sale el sol y creo atisbar un rayo de luz que me corresponde,
una luz que lleva mi nombre y cambiará mis colores, como esa luz de
la tarde que tiñe los edificios de naranja. Pero entonces la luz va
bajando, y los edificios se cubren de sombra, y olvido dónde dejé
esa claridad y soy como las ratas que merodean en busca de algo que
llevarse a la boca. Al final siempre encuentro las migajas .
Nunca
son suficiente, pero soy capaz de alimentarme de ellas esperando algo
mejor, esperando siempre algo mejor, esperando.
Me
digo que la oscuridad no dura para siempre.
Otros
días creo recuperar algo de lo que fui en el pasado. La sonrisa
espontánea, las ganas de lamer la vida, los helados de piel, las
manos sudorosas y felices, el rojo de la boca, la saliva y los
orgasmos, las letras, algo de sensatez y toda la curiosidad de la
alguna vez hice gala. Y de nuevo estoy en un tiempo que no es el mío,
en una vida que no me corresponde, en un prospecto médico que me
advierte de los riesgos de seguir avanzando. Y yo, que nunca fui
fuerte y tampoco me quise demasiado, freno en seco y vuelvo a caer en
mitad de la nada, que a veces es verde y está llena de ortigas.
Lo
único que me consuela es comprobar que cada vez me levanto con más
fuerza, aunque toda la tristeza y la desconfianza y esa voz de mi
cabeza que dice que no sirvo para nada, se empeñen en hacer
avisperos sobre mis hombros.
No
importa cuántos picotazos reciba, ni las veces que tenga que
vacunarme, ni ese zumbido que probablemente me deje sorda.
No
importa.
Seguiré
levantándome.
Aun plagada de
agujeros negros.
Seguiré.
Siento
que el mundo sigue girando, como en mi brazo, y en alguno de sus
quiebros, quizá en la próxima vuelta, encuentre el nicho en el que
enterré mi Fe nada cristiana después de darle muerte. Espero ser
capaz de quitarle todo ese polvo negro y recuperarla de entre los
muertos. Si ese señor con barba fue capaz, ¿por qué no yo?
Juro
que voy a intentarlo, aunque no me acompañe la fuerza del
padre.
Levántate y anda.